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Lección X
(Una realidad nueva y una nueva idea de la realidad. Vivir es
encontrarse en el mundo.- Vivir es constantemente decidir lo que vamos a
ser.)
En la lección anterior hemos encontrado como dato
radical del Universo, por tanto, como realidad primordial, algo
completamente nuevo, distinto del ser cósmico de que partían los
antiguos y distinto del ser subjetivo de que partían los modernos.
Pero oír que hemos hallado una realidad, un ser
nuevo, ignorado antes, no llena del todo, al que me escucha, el
significado de estas palabras.
Cree que, a lo sumo, se trata de una cosa nueva,
distinta de las ya conocidas, pero al fin y al cabo "cosa" como las
demás -que se trata de un ser o realidad distinto de los seres y
realidades ya notorios, pero que, a la postre, responde a lo que
significan desde siempre las palabras "realidad" y "ser" -en suma, que
de uno u otro tamaño el descubrimiento es del mismo género que si se
descubre en zoología un nuevo animal, el cual será nuevo, pero no es más
ni menos animal que los ya conocidos; por tanto, que vale para él el
concepto "animal".
Siento mucho tener que decir que se trata de algo harto más importante y decisivo que todo esto.
Hemos hallado una realidad radical nueva -por tanto, algo
radicalmente distinto de lo conocido en filosofía- , por tanto, algo
para la cual los conceptos de realidad y de ser tradicionales no sirven.
Si, no obstante, los usamos es porque antes de descubrirlo y al descubrirlo no tenemos otros.
Para formarnos un concepto nuevo necesitamos antes tener y ver algo novísimo.
De donde resulta que el hallazgo es, además de una
realidad nueva, la iniciación de una nueva idea del ser, de una nueva
ontología -de una nueva filosofía y, en la medida en que ésta influye en
la vida, de toda una nueva vida- vita nova. No es posible que ahora, de
pronto, ni el más pintado se dé clara cuenta de las proyecciones y
perspectivas que este hallazgo contiene y envolverá. Tampoco me urge. No
es necesario que hoy se justiprecie la importancia de lo dicho en la
anterior lección -no tengo prisa alguna porque se me dé la razón.
La razón no es un tren que parte a hora fija.
Prisa la tiene sólo el enfermo y el ambicioso. Lo único que deseo es que
si, entre los muchachos que me escuchan, hay algunos con alma
profundamente varonil y, por lo tanto, muy sensible a aventuras de
intelecto, inscriban las palabras pronunciadas por mí el viernes pasado
en su fresca memoria, y, andando el tiempo, un día de entre los días,
generosos, las recuerden.
Para los antiguos, realidad, ser, significaba
"cosa"; para los modernos, ser significaba "intimidad, subjetividad";
para nosotros, ser significa "vivir" -por tanto-, intimidad consigo y
con las cosas. Confirmamos que hemos llegado a un nivel espiritual más
alto porque si miramos a nuestros pies, a nuestro punto de partida -el
"vivir"- hallamos que en él están conservadas, integradas una con otra y
superadas, la antigüedad y la modernidad. Estamos a un nivel más alto
-estamos a nuestro nivel-, estamos a la altura de los tiempos. El
concepto de altura de los tiempos no es una frase -es una realidad,
según veremos muy pronto.
Refresquemos, en pocas palabras, la ruta que nos ha
conducido hasta topar con el "vivir" como dato radical, como realidad
primordial, indubitable del Universo. La existencia de las cosas como
existencia independiente de mí es problemática; por consiguiente,
abandonamos la tesis realista de los antiguos.
Es, en cambio, indudable que yo pienso las cosas, que existe mi
pensamiento y que, por tanto, la existencia de las cosas es dependiente
de mí, es mi pensarlas; ésta es la porción firme de la tesis idealista.
Por eso la aceptamos; pero, para aceptarla, queremos entenderla bien y nos preguntamos:
¿En qué sentido y modo dependen de mí las cosas cuando las pienso
-qué son las cosas, ellas, cuando digo que son sólo pensamientos míos?
El idealismo responde: las cosas dependen de mí,
son pensamientos en el sentido de que son contenidos de mi conciencia,
de mi pensar, estados de mi yo. Esta es la segunda parte de la tesis
idealista y ésta es la que no aceptamos. Y no la aceptamos porque es un
contrasentido; conste, pues, no porque no es verdad, sino por algo más
elemental. Una frase, para no ser verdad, tiene que tener sentido: de su
sentido inteligible decimos que no es verdad -porque entendemos que 2 y
2 son 5 decimos que no es verdad. Pero esa segunda parte de la tesis
idealista no tiene sentido, es un contrasentido, como el "cuadrado
redondo".
Mientras este teatro sea este teatro, no puede ser un contenido de
mi yo. Mi yo no es extenso ni es azul y este teatro es extenso y azul.
Lo que yo contengo y soy es sólo mi pensar o ver el teatro, mi pensar o
ver mi estrella, pero no aquél ni ésta. El modo de dependencia entre el
pensar y sus objetos no puede ser, como pretendía el idealismo, un
tenerlos en mí, como ingredientes míos, sino al revés, mi hallarlos como
distintos y fuera de mí, ante mí.
Es falso, pues, que la conciencia sea algo cerrado, un darse cuenta sólo de sí misma, de lo que tiene en su interior.
Al revés, yo me doy cuenta de que pienso cuando,
por ejemplo, me doy cuenta de que veo o pienso una estrella; y entonces,
de lo que me doy cuenta es de que existen dos cosas distintas, aunque
unidas la una a la otra: yo, que veo la estrella, y la estrella, que es
vista por mí. Ella necesita de mí, pero yo necesito también de ella. Si
el idealismo no más dijese: existe el pensamiento, el sujeto, el yo,
diría algo verdadero aunque incompleto; pero no se contenta con eso,
sino que añade: existe sólo pensamiento, sujeto, yo. Esto es falso. Si
existe sujeto existe inseparablemente objeto, y viceversa.
Si existo yo que pienso, existe el mundo que
pienso. Por tanto: la verdad radical es la coexistencia de mí con el
mundo. Existir es primordialmente coexistir -es ver yo algo que no soy
yo, amar yo a otro ser, sufrir yo de las cosas.
El modo de dependencia en que las cosas están de mí
no es, pues, la dependencia unilateral que el idealismo creyó hallar,
no es sólo que ellas sean mi pensar y sentir, sino también la
dependencia inversa, también yo dependo de ellas, del mundo. Se trata,
pues, de una interdependencia, de una correlación, en suma, de
coexistencia.
¿Por qué el idealismo, que tuvo una intuición tan enérgica y clara del hecho "pensamiento", lo concibió tan mal, lo falsificó?
Por la sencilla razón de que aceptó sin discutirlo
el sentido tradicional del concepto ser y existir. Según este sentido
inveteradísimo, ser, existir, quiere decir lo independiente -por eso,
para el pretérito filosófico el único ser que verdaderamente es es el
Ser Absoluto, que representa el superlativo de la independencia
ontológica. Descartes, con más claridad que nadie antes de él, formula
casi clínicamente esta idea del ser cuando define la sustancia -como ya
dije- diciendo que es un quod nihil aliud indigeat ad existendum. El ser
que para ser no necesita ningún otro -nihil indigeat. El ser
substancial es el ser suficiente -independiente. Al toparse con el hecho
evidentísimo de que la realidad radical e indubitable es yo que pienso y
la cosa en que pienso -por tanto, una dualidad y una correlación-, no
se atreve a concebirla imparcialmente, sino que dice: puesto que hallo
estas dos cosas unidas, -el sujeto y el objeto, por tanto en
dependencia-, tengo que decidir cuál de las dos es independiente, cuál
no necesita del otro, cuál es el suficiente.
Pero nosotros no hallamos fundamento alguno indubitable a esa
suposición de que ser sólo puede significar "ser suficiente". Al
contrario, resulta que el único ser indubitable que hallamos es la
interdependencia del yo y las cosas -las cosas son lo que son para mí, y
yo soy el que sufre de las cosas- por tanto, que el ser indubitable es,
por lo pronto, no el suficiente, sino "el ser indigente". Ser es
necesitar lo uno de lo otro.
La modificación es de exuberante importancia, pero
es tan poco profunda, tan superficial, tan evidente, tan clara, tan
sencilla que casi da vergüenza. ¿Ven ustedes cómo la filosofía es una
crónica voluntad de superficialidad? ¿Un jugar volviendo las cartas para
que las vea nuestro contrario?
El dato radical, decíamos, es una coexistencia de
mí con las cosas. Pero apenas hemos dicho esto nos percatamos de que
denominar "coexistencia" al modo de existir yo con el mundo, a esa
realidad primaria, a la vez unitaria y doble, a ese magnífico hecho de
esencial dualidad, es cometer una incorrección. Porque coexistencia no
significa más que estar una cosa junto a la otra, que ser la una y la
otra. El carácter estático, yacente, del existir y del ser, de estos dos
viejos conceptos, falsifica lo que queremos expresar. Porque no es el
mundo por sí junto a mí y yo por mi lado aquí, junto a él -sino que el
mundo es lo que está siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí,
y yo soy el que actúo sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y
lo ama o lo detesta.
El ser estático queda declarado cesante -ya veremos cuál es su
subalterno papel- y ha de ser sustituido por un ser actuante. El ser del
mundo ante mí es -diríamos- un funcionar sobre mí, y, parejamente, el
mío sobre él. Pero esto -una realidad que consiste en que un yo vea un
mundo, lo piense, lo toque, lo ame o deteste, le entusiasme o le
acongoje, lo transforme y aguante y sufra, es lo que desde siempre se
llama "vivir", "mi vida", "nuestra vida", la de cada cual.
Retorceremos, pues, el pescuezo a los venerables y consagrados
vocablos existir, coexistir y ser, para, en vez de ellos, decir: lo
primario que hay en el Universo es "mi vivir" y todo lo demás lo hay, o
no lo hay, en mi vida, dentro de ella.
Ahora no resulta inconveniente decir que las cosas,
que el Universo , que Dios mismo son contenidos de mi vida -porque "mi
vida" no soy yo solo, yo sujeto, sino que vivir es también mundo. Hemos
superado el subjetivismo de tres siglos -el yo se ha libertado de su
prisión íntima, ya no es lo único que hay, ya no padece esa soledad que
es unicidad, con la cual tomamos en contacto un día anterior. Nos hemos
evadido de la reclusión hacia dentro en que vivíamos como modernos,
reclusión tenebrosa, sin luz, sin luz de mundo y sin espacios donde
holgar las alas del afán y el apetito.
Estamos fuera del confinado recinto yoísta, cuarto
hermético de enfermo, hecho de espejos que nos devolvían
desesperadamente nuestro propio perfil -estamos fuera, al aire libre,
abierto otra vez el pulmón al oxígeno cósmico, el ala presta al vuelo,
el corazón apuntando a lo amable. El mundo de nuevo es horizonte vital
que, como la línea del mar, encorva en torno nuestro su magnífica comba
de ballesta y hace que nuestro corazón sienta afanes de flecha, él que
ya por sí mismo cruento, es siempre herida de dolor o de delicia.
Salvémonos en el mundo -"salvémonos en las cosas".
Esta última expresión escribía yo, como programa de vida, cuando
tenía veintidós años y estudiaba en la Meca del idealismo y me
estremecía ya anticipando oscuramente la vendimia de una futura madurez.
E quindi uscimmo a riveder le stelle.
Pero antes necesitamos averiguar qué es, en su peculiaridad, ese
verdadero y primario ser que es el "vivir". No nos sirven los conceptos y
categorías de la filosofía tradicional -de ninguna de ellas. Lo que
vemos ahora es nuevo: tenemos, pues, que concebir lo que vemos con
conceptos novicios. Señores, nos cabe la suerte de estrenar conceptos.
Por eso, desde nuestra presente situación, comprendemos muy bien la
delicia que debieron sentir los griegos. Son los primeros hombres que
descubren el pensar científico, la teoría -esa especialísima e ingeniosa
caricia que hace la mente a las cosas amoldándose a ellas en una idea
exacta. No tenían un pasado científico a su espalda, no habían recibido
conceptos ya hechos, palabras técnicas consagradas.
Tenían delante el ser que habían descubierto y a la mano sólo el
lenguaje usual -"el román paladino en que habla cada cual con su
vecino"- y de pronto, una de las humildes palabras cotidianas resultaba
encajar prodigiosamente en aquella importantísima realidad que tenían
delante. La palabra humilde ascendía, como por levitación, del plano
vulgar de la locuela, de la charla, y se engreía noblemente en término
técnico, se enorgullecía como un palafrén del peso de soberana idea que
oprimía su espalda.
Cuando se descubre un nuevo mundo las palabras menesterosas corren buenas fortunas.
Nosotros, herederos de un profundo pasado,
parecemos condenados a no manejar en ciencia más que términos
hieratizados, solemnes, rígidos, con quienes de puro respeto hemos
perdido toda confianza. ¡Qué placer debió de ser para aquellos hombres
de Grecia asistir al momento en que sobre el vocablo trivial descendía,
como una llama sublime, el pentecostés de la idea científica! ¡Piensen
ustedes lo duro, rígido, inerte, frío como un metal, que es a la oreja
del niño, la primera vez que la oye, la palabra hipotenusa! Pues un buen
día, allá junto al mar de Grecia, unos musicantes inteligentes, cosa
que no suelen ser los musicantes, unos músicos geniales llamados
pitagóricos, descubrieron que, en el arpa, el tamaño de la cuerda más
larga estaba en una proporción con el tamaño de la cuerda más corta
análoga al que había entre el sonido de aquélla y el de ésta. El arpa
era un triángulo cerrado por una cuerda, "la más larga, la más tendida"
-hipotenusa, nada más.
¿Quién no puede hoy sentir en ese horrible vocablo
con cara de dómine aquel nombre tan sencillo y tan dulce, "la más
larga", que recuerda el título de la valse de Debussy La plus que lente
-"la más que lenta"?
Pues bien, nos encontramos en similar situación.
Buscamos los conceptos y categorías que digan, que expresen el "vivir"
en su exclusiva peculiaridad, y necesitamos hundir la mano en el
vocabulario trivial y sorprendernos de que, súbitamente, una palabra sin
rango, sin pasado científico, una pobre voz vernacular se incendia por
dentro de la luz de una idea científica y se convierte en término
técnico. Esto es un síntoma más de que la suerte nos ha favorecido y
llegamos primerizos y nuevos a una costa intacta.
El vocablo "vivir" no hace sino aproximarnos al sencillo abismo, al
abismo sin frases, sin patéticos anuncios que enmascarado se oculta bajo
ella. Es preciso que con algún valor pongamos el pie en él aunque
sepamos que nos espera una grave inmersión en profundidades pavorosas.
Hay abismos benéficos que de puro ser insondables nos devuelven al
sobrehaz de la existencia restaurados, robustecidos, iluminados. Hay
hechos fundamentales con los que conviene de cuando en cuando
enfrontarse y tomar contacto, precisamente porque son abismáticos,
precisamente porque en ellos nos perdemos. Jesús lo decía divinamente:
"Sólo el que se pierde se encontrará". Ahora, si ustedes me acompañan
con un esfuerzo de atención, vamos a perdernos un rato. Vamos a
sumergirnos, buzos de nuestra propia existencia, para tornar luego a la
superficie, como el pescador de Coromandel que vuelve del fondo del mar
con la perla entre los dientes, por lo tanto, sonriendo.
¿Qué es nuestra vida, mi vida?
Sería inocente y una incongruencia responder a esta
pregunta con definiciones de la biología y hablar de células, de
funciones somáticas, de digestión, de sistema nervioso, etc. Todas estas
cosas son realidades hipotéticas construidas con buen fundamento, pero
construidas por la ciencia biológica, la cual es una actividad de mi
vida cuando la estudio o me dedico a sus investigaciones.
Mi vida no es lo que pasa en mis células como no lo
es lo que pasa en mis astros, en esos puntitos de oro que veo en mi
mundo nocturno. Mi cuerpo mismo no es más que un detalle del mundo que
encuentro en mí -detalle que, por muchos motivos, me es de excepcional
importancia, pero que no le quita el carácter de ser tan sólo un
ingrediente entre innumerables que hallo en el mundo ante mí. Cuanto se
me diga, pues, sobre mi organismo corporal y cuanto se me añada sobre mi
organismo psíquico mediante la psicología se refiere ya a
particularidades secundarias que suponen el hecho de que yo viva y al
vivir encuentre, vea, analice, investigue las cosas-cuerpos y las
cosas-almas. Por consiguiente, respuestas de ese orden no tangentean
siquiera la realidad primordial que ahora intentamos definir.
¿Qué es, pues, vida?
No busquen ustedes lejos, no traten de recordar
sabidurías aprendidas. Las verdades fundamentales. Las que es preciso ir
a buscar es que están sólo en un sitio, que son verdades particulares,
localizadas, provinciales, de rincón, no básicas. Vida es lo que somos y
lo que hacemos: es, pues, de todas las cosas la más próxima a cada
cual. Pongamos la mano sobre ella, se dejará apresar como un ave mansa.
Si hace un momento, al dirigirse ustedes aquí,
alguien les preguntó dónde iban, ustedes habrán dicho: vamos a escuchar
una lección de filosofía. Y, en efecto, aquí están ustedes oyéndome. La
cosa no tiene importancia alguna. Sin embargo, es lo que ahora
constituye su vida. Yo lo siento por ustedes, pero la verdad me obliga a
decir que la vida de ustedes, su ahora, consiste en una cosa de
minúscula importancia. Mas si somos sinceros reconoceremos que la mayor
porción de nuestra existencia está hecha de parejas insignificancias:
vamos, venimos, hacemos esto o lo otro, pensamos, queremos o no
queremos, etc. De cuando en cuando nuestra vida parece cobrar súbita
tensión, como encabritarse, concentrarse y densificarse: es un gran
dolor, un gran afán que nos llama: nos pasan, decimos, cosas de
importancia. Pero noten ustedes que para nuestra vida esta variedad de
acentos, este tener o no tener importancia es indiferente, puesto que la
hora culminante y frenética no es más vida que la plebe de nuestros
minutos habituales.
Resulta, pues, que la primera vista que tomamos
sobre la vida en esta pesquisa de su esencia pura que emprendemos es el
conjunto de actos y sucesos que la van, por decirlo así, amueblando.
Nuestro método va a consistir en ir notando uno tras otro los
atributos de nuestra vida en orden tal que de los más externos avancemos
hacia los más internos, que de la periferia del vivir nos contraigamos a
su centro palpitante. Hallaremos, pues, sucesivamente una serie
introgrediente de definiciones de la vida, cada una de las cuales
conserva y ahonda las antecedentes.
Y, así, lo primero que hallamos es esto:
Vivir es lo que hacemos y nos pasa -desde pensar o
soñar o conmovernos hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero, bien
entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos
cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos:
vivir es esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de existir
para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse
existiendo -donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría
especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida
tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de
muelas no nos dolería.
La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para
sí misma, como para todo, absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por
lo pronto, una revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o
ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos
de nosotros mismos y del mundo en derredor. Ahora vamos con la
explicación y el título jurídico de ese extraño posesivo que usamos al
decir "nuestra vida"; es nuestra porque, además de ser ella, nos damos
cuenta de que es y de que es tal y como es.
Al percibirnos y sentirnos tomamos posesión de
nosotros, y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir
perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo
lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más
que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia
en que la vida consiste.
Para buscar una imagen que fije un poco el recuerdo de esta idea
traigamos aquella de la mitología egipcíaca donde Osiris muere e Isis,
la amante, quiere que resucite y, entonces, le hace tragarse el ojo del
gavilán Horus. Desde entonces el ojo aparece en todos los dibujos
hieráticos de la civilización egipcia representando el primer atributo
de la vida: el verse a sí mismo. Y ese ojo, andando por todo el
Mediterráneo, llenando de su influencia el Oriente, ha venido a ser lo
que todas las demás religiones han dibujado como primer atributo de la
providencia: el verse a sí mismo, atributo esencial y primero de la vida
misma.
Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida
ante mí que me da posesión de ella, que la hace "mía" es la que falta al
demente.
La vida del loco no es suya, en rigor no es ya
vida. De aquí que sea el hecho más desazonador que existe ver a un loco.
Porque en él aparece perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo como
una máscara tras la cual falta una auténtica vida. Ante el demente, en
efecto, nos sentimos como ante una máscara; es la máscara esencial,
definitiva. El loco, al no saberse a sí mismo, no se pertenece, se ha
expropiado, y expropiación, pasar a posesión ajena, es lo que significan
los viejos nombres de la locura: enajenación, alienado, decimos -está
fuera de sí, está "ido", se entiende de sí mismo; es un poseído, se
entiende poseído por otro. La vida es saberse -es evidencial.
Está bien que se diga: primero es vivir y luego
filosofar -en un sentido muy riguroso es, como ustedes están viendo, el
principio de toda mi filosofía-; está bien, pues, que se diga eso -pero
advirtiendo que el vivir en su raíz y entraña mismas consiste en un
saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en
un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando iniciamos la pregunta
¿qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo galanamente responder: vida
es lo que hacemos -claro- porque vivir es saber lo que hacemos, es -en
suma- encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado con las cosas y seres
del mundo.
(Estas palabras vulgares, encontrarse, mundo, ocuparse, son ahora
palabras técnicas en esta nueva filosofía. Podría hablarse largamente de
cada una de ellas, pero me limitaré a advertir que esta definición:
"vivir es encontrarse en un mundo", como todas las principales ideas de
estas conferencias, están ya en mi obra publicada. Me importa
advertirlo, sobre todo, acerca de la idea de la existencia, para la cual
reclamo la prioridad cronológica. Por eso mismo me complazco en
reconocer que, en el análisis de la vida, quien ha llegado más adentro
es el nuevo filósofo alemán Martin Heidegger).
Aquí es preciso aguzar un poco la visión porque arribamos a costas más ásperas.
Vivir es encontrarse en el mundo… Heidegger, en un
recentísimo y genial libro, nos ha hecho notar todo el enorme
significado de esas palabras…
No se trata principalmente de que encontremos
nuestro cuerpo entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un
gran cuerpo o espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no
existiría el vivir, los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre
fuera los unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin
que se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir
nos encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces
y benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean
o no cuerpos, sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos
amenazan y nos atormentan.
Originariamente eso que llamamos cuerpo no es sino algo que nos
resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva -por tanto, no es sino
algo adverso y favorable. Mundo es sensu stricto lo que nos afecta. Y
vivir es hallarse cada cual a sí mismo en un ámbito de temas, de asuntos
que le afectan.
Así, sin saber cómo, la vida se encuentra a sí
misma a la vez que descubre el mundo. No hay vivir sino es en un orbe
lleno de cosas, sean objetos o criaturas; es ver cosas y escenas,
amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo
otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir con una circunstancia.
Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona, sino que de
ella forma parte nuestro mundo: ella -nuestra vida- consiste en que la
persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que
nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo
que sea nuestro mundo. [Por eso podemos representar "nuestra vida" como
un arco que une el mundo y yo; pero no es primero yo y luego el mundo,
sino ambos a la vez]. Ni nos es más próximo el uno que el otro término:
no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno, sino que
vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al mundo, con
el mundo, dentro del mundo, sumergido en su tráfago, en sus problemas,
en su trama azarosa. Pero también viceversa: ese mundo, al componerse
sólo de lo que nos afecta a cada cual, es inseparable de nosotros.
Nacemos juntos con él y son vitalmente persona y mundo como esas parejas
de divinidades de la antigua Grecia y Roma que nacían y vivían juntas:
los Dioscuros, por ejemplo, parejas de dioses que solían denominarse dii
consentes, los dioses unánimes.
Vivimos aquí, ahora -es decir, que nos encontramos
en un lugar del mundo y nos parece que hemos venido a este lugar
libérrimamente. La vida, en efecto, deja un margen de posibilidades
dentro del mundo, pero no somos libres para estar o no en este mundo que
es el de ahora. Cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe
elegir el mundo en que se vive. Esto da a nuestra existencia un gesto
terriblemente dramático. Vivir no es entrar por gusto en un sitio
previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar
-sino que es encontrarse de pronto, y sin saber cómo, caído, sumergido,
proyectado en un mundo incanjeable, en este de ahora. Nuestra vida
empieza por ser la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia
previa, náufragos, en un orbe impremeditado.
No nos hemos dado a nosotros la vida, sino que nos
la encontramos justamente al encontrarnos con nosotros. Un símil
esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los
bastidores de un teatro y allí, de un empujón que le despierta, es
lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse allí, ¿qué es
lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en un situación difícil
sin saber cómo ni por qué, en una peripecia: la situación difícil
consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el
público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto. En sus líneas
radicales, la vida es siempre imprevista. No nos ha anunciado antes de
entrar en ella -en su escenario, que es siempre uno concreto y
determinado-; no nos han preparado.
Este carácter súbito e imprevisto es esencial en la
vida. Fuera muy otra cosa si pudiéramos prepararnos a ella antes de
entrar en ella. Ya decía Dante que "la flecha prevista viene más
despacio". Pero la vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes
tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa.
Yo creo que esa imagen dibuja con bastante
pulcritud la esencia del vivir. La vida nos es dada -mejor dicho, no es
arrojada o somos arrojados a ella, pero eso que nos es dado, la vida, es
un problema que necesitamos resolver nosotros. Y lo es no sólo en esos
casos de especial dificultad que calificamos peculiarmente de conflictos
y apuros, sino que lo es siempre. Cuando han venido ustedes aquí han
tenido que decidirse a ello, que resolverse a vivir este rato en esta
forma. Dicho de otro modo: vivimos sosteniéndonos en vilo a nosotros
mismos, llevando en peso nuestra vida por entre las esquinas del mundo. Y
con esto no prejuzgamos si es triste o jovial nuestra existencia; sea
lo uno o lo otro, está constituida por una incesante forzosidad de
resolver el problema de sí misma.
Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu
sentiría que su trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora y
la puntería, y si a esta trayectoria llamábamos su vida la bala sería
un simple espectador de ella, sin intervención en ella: la bala ni se ha
disparado a sí misma ni ha elegido su blanco. Pero por esto mismo a ese
modo de existir no cabe llamarle vida. Esta no se siente nunca
prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que nos va a pasar mañana,
lo vemos siempre como una posibilidad. Este es otro esencial y dramático
atributo de nuestra vida, que va unido al anterior. Por lo mismo que es
en todo instante un problema, grande o pequeño, que hemos de resolver
sin que quepa transferir la solución a otro ser, quiere decirse que no
es nunca un problema resuelto, sino que, en todo instante, nos sentimos
como forzados a elegir entre varias posibilidades. [Si no nos es dado
escoger el mundo en que va a deslizarse nuestra vida -y ésta es su
dimensión de fatalidad- nos encontramos con un cierto margen, con un
horizonte vital de posibilidades -y ésta es su dimensión de libertad-;
vida es, pues, la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la
libertad]. ¿No es esto sorprendente? Hemos sido arrojados en nuestra
vida y, a la vez, eso en que hemos sido arrojados tenemos que hacerlo
por nuestra cuenta, por decirlo así, fabricarlo. O dicho de otro modo:
nuestra vida es nuestro ser. Somos lo que ella sea y nada más -pero ese
ser no está predeterminado, resuelto de antemano, sino que necesitamos
decidirlo nosotros, tenemos que decidir lo que vamos a ser; por ejemplo,
lo que vamos a hacer al salir de aquí. A esto llamo "llevarse a sí
mismo en vilo, sostener el propio ser". No hay descanso ni pausa porque
el sueño, que es una forma del vivir biológico, no existe para la vida
en el sentido radical con que usamos esta palabra. En el sueño no
vivimos, sino que al despertar y reanudar la vida la hallamos aumentada
con el recuerdo volátil de lo soñado.
Las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como las
leyes de Newton. En esas metáforas venerables que se han convertido ya
en palabras del idioma, sobre las cuales marchamos a toda hora como
sobre una isla formada por lo que fue coral, en esas metáforas -digo-
van encapsuladas instituciones perfectas de los fenómenos más
fundamentales. Así hablamos con frecuencia de que sufrimos una
"pesadumbre", de que nos hallamos en una situación "grave". Pesadumbre,
gravedad son metafóricamente transpuestas del peso físico, del ponderar
un cuerpo sobre el nuestro y pesarnos, al orden más íntimo. Y es que, en
efecto, la vida pesa siempre, porque consiste en un llevarse y
soportarse y conducirse a sí mismo. Sólo que nada embota como el hábito y
de ordinario nos olvidamos de ese peso constante que arrastramos y
somos -pero cuando una ocasión menos sólita se presenta, volvemos a
sentir el gravamen. Mientras el astro gravita hacia otro cuerpo y no se
pesa a sí mismo, el que vive es a un tiempo peso que pondera y mano que
sostiene. Parejamente, la palabra "alegría" viene acaso de "aligerar",
que es hacer perder peso. El hombre apesadumbrado va a la taberna
buscando alegría -suelta el lastre y el pobre aeróstato de su vida se
eleva jovialmente.
Con todo esto hemos avanzado notablemente en esta
excursión vertical, en este descenso al profundo ser de nuestra vida. En
la hondura donde ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos
forzados a decidir lo que vamos a ser. Ya no nos contentaremos con
decir, como al principio: vida es lo que hacemos, es el conjunto de
nuestras ocupaciones con las cosas del mundo, porque hemos advertido que
todo ese hacer y esas ocupaciones no nos vienen automáticamente,
mecánicamente impuestas, como el repertorio de discos al gramófono, sino
que son decididas por nosotros; que este ser decididas es lo que tienen
de vida; la ejecución es, en gran parte, mecánica.
El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en
contacto está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente
decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja
que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que
va a ser; por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial,
abismática paradoja es nuestra vida. Yo no tengo la culpa de ello. Así
es en rigurosa verdad.
Pero acaso piensan algunos de ustedes esto: "¡De
cuándo acá vivir va a ser eso -decidir lo que vamos a ser! Desde hace un
rato estamos aquí escuchándole, sin decidir nada, y, sin embargo, ¡qué
duda cabe!, viviendo". A lo que yo respondería: "Señores míos, durante
este rato no han hecho ustedes más que decidir una y otra vez lo que
iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes de su vida,
más condenadas a relativa pasividad, puesto que son ustedes oyentes. Y,
sin embargo, coincide exactamente con mi definición. He aquí la prueba:
mientras me escuchaban, algunos de ustedes han vacilado más de una vez
entre dejar de atenderme y vacar a sus propias meditaciones o seguir
generosamente escuchando alertas cuanto yo decía. Se han decidido o por
lo uno o por lo otro -por ser atentos o por ser distraídos, por pensar
en este tema o en otro-, y eso, pensar ahora sobre la vida o sobre otra
cosa es lo que es ahora su vida. Y, no menos, los demás que no hayan
vacilado, que hayan permanecido decididos a escucharme hasta el fin.
Momento tras momento habrán tenido que nutrir nuevamente esa resolución
para mantenerla viva, para seguir siendo atentos. Nuestras decisiones,
aun las más firmes, tienen que recibir constante corroboración, que ser
siempre de nuevo cargadas como una escopeta donde la pólvora se
inutiliza, tienen que ser, en suma, re-decididas. Al entrar ustedes por
esa puerta habían ustedes decidido lo que iban a ser: oyentes, y luego
han reiterado muchas veces su propósito -de otro modo se me hubieran
ustedes poco a poco escapado de entre las manos crueles de orador".
Y ahora me basta con sacar la inmediata
consecuencia de todo esto: si nuestra vida consiste en decidir lo que
vamos a ser, quiere decirse que en la raíz misma de nuestra vida hay un
atributo temporal: decidir lo que vamos a ser -por tanto, el futuro. Y,
sin parar, recibimos ahora, una tras otra, toda una fértil cosecha de
averiguaciones.
Primera: que nuestra vida es ante todo toparse con
el futuro. He aquí otra paradoja. No es el presente o el pasado lo
primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia
adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relajación
con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es.
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